Voz, tiempo & sororidad

César Panza entrevista a Katherine Castrillo

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Ciertos juicios de la actividad crítica en América Latina han enunciado que las voces de la literatura se modulan en tres parámetros: el medio físico, la raza y el momento; parámetros que encierran y alimentan una brasa, factor esencial, que irradia la expresión de algo que denominan el «yo» poético, la voz inmanente de quien cuenta y canta. En tu trabajo tales parámetros se configuran de una forma tal que ese «yo» parece ir al plural, a la ruptura de un éxodo, entre un campo ancestral y una ciudad repleta y doliente, la raza se disuelve en tres líneas de sombras y el momento es un tiempo histórico de cambios.

 

Por mis propias marañas se me hace complicado diseccionar los parámetros que mencionas, pero empezaré por decir que mi medio físico más que como prolongación ha sido como estar en la mitad de un puente, en un extremo se encontrarían la memoria, de donde vengo, mis raíces más apegadas a la tierra, una cotidianidad de infancia que conozco, pero que nunca viví plenamente, calores familiares que disfruté de manera intermitente, mis muertos distantes. En el otro extremo está mi vida en la ciudad de otro país, crecer en una zona marginal, con un núcleo familiar mínimo, rutinas de hermosa mecánica, pero con una sensación de vacío, de algo que siempre falta.

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La certeza de espacios emotivos por llenar, el salto entre ambas culturas que aunque muy parecidas tienen elementos muy determinantes, el intentar entender qué significó para mis padres su éxodo desde Colombia hasta Venezuela por la pobreza y la guerra de los últimos cincuenta años, son mis motivaciones al escribir: mi ejercicio permanente al tratar de definir mi identidad.

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Esta búsqueda de identidad tiene que ver un poco con esa pregunta rotunda de Pavese en La luna y las fogatas: « ¿Quién puede decir de qué carne fui hecho?», esto es, mi constante escarbar en el origen, en las palabras de ese otro lado que me visitan cada vez que trato de ubicarme en un espacio del mundo. Sí puedo decir, a diferencia del personaje bastardo de Pavese, lo que era yo antes de nacer, pero lo que voy siendo, la existencia basada en la prospección de un raigón, la imposibilidad de hablar desde un medio físico, es un recurrente tópico.

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Este, por supuesto, es un tema común en la literatura. Pienso, por ejemplo, en los planteamientos que al respecto hace Mempo Giardinelli en El cielo con las manos. Los hijos de dos derroteros, dice: «aprenden dos historias, se contagian de las añoranzas por partida doble y hasta asumen una nostalgia impropia». Nos aferramos a dos geografías. Y las preguntas que se hace sobre esas primeras generaciones nacidas en otras tierras forman parte justamente de mis propios cuestionamientos a la hora de escribir: ¿Cómo sobrellevamos eso que él llama transplante? ¿Cómo podemos significar ese arraigo forzado o desarraigo prematuro?

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A su vez, aunque se trabaje este tema desde la introspección, desde lo individual, construimos nuestro propio concepto de patria desde lo colectivo, y justamente vamos a las palabras de Stefania Mosca. ¿Por qué? Porque la reconstrucción de nosotros mismos es un: «intento por recuperar en el paisaje, la historia, la pertenencia, el hecho de formar parte de una memoria y unas costumbres». En pleno planteamiento incipiente de esto, empecé a vivir intensamente el proceso de transformación política y social en Venezuela, y ahí se superponen varios elementos que intento desenredar hoy: dos suelos, campo/ciudad, una patria a la que quiero saber cómo pertenecer desde la lejanía y otra que es mi casa pero que tampoco entendía hasta que se fue abriendo como una revelación. Puedo decir, en conclusión, que en el tiempo histórico en el que estoy situada, mi escritura, sin duda, forma parte de un yo plural, y que mis búsquedas literarias fueron disparadas en gran medida por el reconocerme como un sujeto social activo a partir de la Venezuela que se abrió a principios de este siglo, creo que esto abarca el parámetro momento.

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Sobre la raza o identidad concreta. Mi familia es mayoritariamente de raíz negra e indígena campesina. Esta diversidad la he tratado de retratar desde las costumbres propias de esas identidades.  Varias de esas costumbres las vi, las viví, algunas todavía permanecen en mis rutinas, y siento que mientras se hagan más lejanas va a estar desapareciendo algo de nosotros mismos. Incluso en la vida en el campo, con toda la maquinaria neoliberal, seriada y expoliadora, esa diversidad se está perdiendo, y después ¿qué es lo que nos queda? Es como una lengua a punto de ser extinguida, sin ella ¿desde dónde nos podremos conectar?, tendremos que inventar nuevos signos, pero ¿los inventaremos o serán impuestos? Creo que ahí es fundamental el papel de la literatura, resignificarnos desde lo que existe y desde lo que está por desaparecer y nacer. Puede ser muy ingenuo de mi parte, pero me sostengo en la reconstrucción oral de lo que podría evaporarse para siempre, como tallar totumas, por ejemplo, que en mi familia ha sido muy significativo porque eso nos daba cuenta de quiénes éramos, tener un envase con nuestro nombre, un contenedor para echarnos el agua al bañarnos en el pozo, o guardar el suero para alimentarnos, o simplemente llenarlo de tierra en medio de los juegos: un objeto que define su uso según nuestras necesidades habla de lo que somos. Y esto lo conecto con la reflexión que has hecho de lo poco común que es para alguien de mi generación y que vive en la ciudad tocar el tema de la ruralidad. No hacerlo sería tratar de armarme con la mitad de las piezas. Para mí regresar a los patios de mi infancia rural es necesario, inevitable. Ando, como dijo Rulfo, como quien busca su infancia y trata de recuperar sus mejores días.

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Uno de los desafíos del tiempo histórico, más bien, de nuestros desafíos, está en la necesidad de que seamos capaces de conectarnos con la realidad de las circunstancias que nos ha tocado vivir. Los tiempos limitados de las vidas humanas, las de cualquiera de nosotros, conectarlos con el marco de la historia. De ahí la necesidad de colocarnos en otras perspectivas para entender bien de qué se tratan esos múltiples tiempos, cuál es nuestro rol en su despliegue; incluso para entender lo que dice el poeta Andrés Eloy Blanco: La Venezuela que sueño no la veré; ¿pero qué importa? Me basta saber -eso sí-  que en los ojos que la vean palpitará mi sangre, palpitaré yo, pues, en los ojos de mis hijos, en los ojos de nuestros nietos. ¿Qué puedes decir de la posición, en esas perspectivas, de la nueva poesía venezolana?

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Decía el escritor argentino Rodolfo Walsh que un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante y el que comprendiendo no actúa tendrá lugar en la antología del llanto pero no en la historia viva de su tierra. Yo estoy de acuerdo totalmente con esta premisa, y esto no se trata de dedicarse a generar una literatura panfletaria ni partidista. De esto último hay mucho actualmente en Venezuela, y ahí entran otras discusiones con respecto a la calidad y pertinencia de esa literatura. Pero para ir desde el principio, quisiera primero resaltar la gran cantidad de nuevas voces en la poesía venezolana, muchísima gente, especialmente joven, que está desarrollando un trabajo constante y fuera de la capital, a quienes hace falta visibilizarlos más, tener más puntos de encuentro para intercambiar visiones, para saber justamente cómo están dialogando con circunstancias concretas. Sé que esta riqueza se debe en gran medida a las políticas estadales de promoción del libro y la lectura, a la masificación editorial, a un Sistema Nacional de Imprentas. Existe una plataforma para la difusión de nuestras y nuestros escritores a nivel nacional, esa es la mayor prueba de lo que estamos viviendo en estos últimos años, y quienes han participado de esos espacios como promotores, editores, lectores, diseñadores, ilustradores, o autores, aunque no tengan una poesía política, ya están demostrando el compromiso que tienen con su época, esto es, fortalecer esos mecanismos para que la palabra escrita, el pensamiento crítico, no queden secuestrados a merced de ciertas elites. Ahora, hay que decirlo cada vez que se pueda, conectar con el tiempo histórico desde la escritura comprometida no debe estar necesariamente permeado por el uso de consignas o fraseologías, o que el compromiso está en escribir a los trancazos un poema cada vez que ocurre un hecho significativo en la actualidad política, yo no creo en esa poesía. Me parece más onanista que comprometida, es la impostura de mantenerse en el mainstream y eso también responde a la falta de comprensión sobre la pertinencia de lo enunciado, escribir no para conmover desde un sentimiento auténtico, sino por mera afectación. Esto quizá dará muchas reacciones en redes como herramientas de medición, pero parafraseando al poeta chileno Gonzalo Rojas, no se puede creer en esa letra pública mientras no se nos imponga como palabra viva y necesaria.

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La poesía venezolana de estos años tiene todas las posibilidades de ser de las más ricas. Se trata de un momento en el que convivimos con las memorias vivientes de poetas como Juan Calzadilla, Gustavo Pereira, Ana Enriqueta Terán, Luis Alberto Crespo, por nombrar a vuelo de pájaro, algunos dando cátedras de nuestros movimientos literarios de hace más de cuatro décadas -que estaban casi en el olvido o retenidos en colecciones privadas fuera del país-, y todos escribiendo de manera prolífica. A esto le sumamos el quiebre de todo un sistema político y cultural que sin duda transformó y removió los cimientos más conservadores, y que desde cualquier punto de vista dio lugar a los más ricos e interesantes debates. No hay cabida para la mediocridad en la poesía venezolana en este momento.

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De Una totuma con mi nombre, «Semilla fecunda» es la parte que considero más resaltante. Allí la voz se afirma, explícitamente, mujer. Con la firmeza de saber que se trata de una forma de habitar el mundo y de construirse. ¿Cómo lograste esa tesitura femenina sin el giro negativo de quien denuncia al patriarcado, de quien se afirma negando, de quien funda pariendo hacia adentro?

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Estoy segura de que tenemos muchas trincheras, narrativas y estéticas para denunciar los engranajes opresores del patriarcado. Lo he hecho por varios años desde la militancia en la Alianza Sexo Género Diversa Revolucionaria, con acciones de calle, de formación en comunidades, participando en los espacios de articulación con movimientos campesinos, de medios de comunicación popular, estudiantiles, etcétera. No creo que haya un giro negativo en la denuncia, en visibilizar las relaciones de desigualdad de género, principalmente de clase. Si desde la literatura te refieres a sin ser panfletaria, eso es parte de lo que comentaba anteriormente, el panfleto es nocivo en muchas aristas, incluida esta, y no guardo una técnica bajo la cual pueda decir que me siento a buscar un equilibrio entre esto y aquello. No me interesa enunciarme, ni enunciar a otras mujeres únicamente como víctimas. Eso nos colocaría, como siempre, en el plano de nuestras supuestas debilidades, en lugar de enfocar toda una estructura social que nos vulnera. Son dos realidades muy distintas: una cosa es ser vulnerables y otra es ser vulneradas. Sobre esa última realidad, que es donde se padecen las injusticias de manera real, concreta, es que me interesa partir para empatizar con las experiencias de otras compañeras. Que escribo para transformar todo un sistema machista, o para evaporar la misoginia, sería muy pretencioso y absurdo de mi parte. A mí me contenta profundamente que una compañera, como pasó recientemente, me escriba desde Argentina para decirme que tras un encuentro territorial preparatorio del Encuentro Nacional de Mujeres no podía dormir y mis poemas le hicieron compañía, o que un grupo de compañeras feministas consiguieron en mi libro inspiración para sacar alguna canción para el colectivo. No escribí como fórmula militante para que eso sucediera, pero pasó, y supongo que por algo tan elemental como reconocerme en la historia de muchas mujeres, mis abuelas, mis amigas, mis compañeras de militancia, de tratar de entender que lo que me pasa, lo que nos pasa, se repite para todas, y que nuestra voz puede y debe ser eco. Entonces, ¿qué hago en la poesía? Me nombro como mujer, y esa es mi principal apuesta. Pero no me enuncio como mujer para hacer una poesía femenina, que me parece que abre más brechas y nos encasilla en una especie de subgénero ternuriento, sino para nombrar un cuerpo y una identidad nuestra, para decir así me duele, así me levanto, sin necesidad de una voz ajena, de una voz prestada que me defina, o que nos endiose y anhele con infinita vaciedad, como dice Erica Jong en su poema.

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Otros asuntos y algunas reiteraciones

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Las influencias y primeras lecturas

Aunque estudié Letras en la Universidad Central de Venezuela, mi verdadera escuela fue la Fundación Editorial el perro y la rana. De la UCV agradezco el estudio de Arguedas, Sánchez Peláez y Gerbasi, particularmente. A la editorial entré a los veintiún años, me formé como correctora, editora, y especialmente como lectora, me dieron la oportunidad de estudiar portugués y hacer mis primeras traducciones. Compartí durante años con un grupo de personas muy jóvenes y formadas políticamente, y eso amplió mis criterios de lectura y escritura.

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De niña leía a escondidas las novelas de García Márquez, porque mi papá pensaba que esos no eran libros para carajitos sino para gente adulta. Como en mi casa no habían muchos libros reunía dinero para comprar los que me interesaban: Mary Shelley, Cortázar, Gustavo Pereira, Gabriela Mistral, Neruda, Poe, fueron de los primeros.

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Leer, renovar e inventar

Quizá en nuestros primeros intentos tenemos demasiada propensión a caer en el panfleto, por la inmediatez de lo que tenemos a la mano y la necesidad de rápida expresión. Por eso es fundamental leer. Leer para tener referentes, para desarrollar voz propia. Hay diferencia en escribir un verso que diga, por ejemplo, la burguesía históricamente ha sido parasitaria, que Si aun en la legendaria Atlantis, la noche en la que la tragó el mar/ los que se ahogaban aullaban reclamando sus esclavos. Las dos guardan la misma idea, la diferencia es que la primera es manida, un lugar común, en la segunda, sin mayores florituras, Bertolt Brecht dice lo mismo, de manera comprensible y original, y estamos hablando de un poema escrito creo que en 1935. Es decir, con ochenta años de distancia no podemos no renovar en la relación entre la literatura y la ideología, salir de los caminos trillados, y eso era lo que hacía Brecht, inventar sin cesar en el marxismo, como identificó Barthes. Así que por ahí trato de orientar mi ejercicio, jugar con las palabras, inventar, pero siempre siendo honesta con lo que me lleva a escribir, con eso más íntimo.

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Sobre la experiencia con la traducción

Dos libros han sido grandes experiencias personales de traducción. Uno es Así fue cómo, una selección de cuentos de Rudyard Kipling. Lo traduje junto al querido José R. Zambrano y para ambos fue todo un desafío llevar del inglés al español el juego del ritmo, la rima, las palabras inventadas, las metáforas. Fue un trabajo que realizamos con mucho entusiasmo porque de verdad Kipling es un maestro en el uso del lenguaje, y queríamos hacerle honor a su obra. Y el otro libro es Xiconhoca, el enemigo, un libro publicado en los años sesenta por el Frente de Liberación de Mozambique, que retrata a los enemigos internos en los procesos de transformación social de izquierda. Un texto tan vigente que leerlo es reconocer la realidad venezolana desde el año 99 hasta hoy. En general disfruto traducir, es una forma de compañía, de tender puentes y ganar voces.

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La transformación y los derroteros modernos de la poesía

Hoy hay poetas de redes, acciones poéticas muralistas, poetas youtubers, poesía de instagram, blogs. No creo que ninguno de estos formatos sea dañino para la promoción de la poesía y en general de la literatura, al contrario. Indudablemente es todo un aparataje de penetración de mucho material desechable, donde la poesía queda presentada como un género que solo sirve para hablar de amor romántico. Es incluso inocuo. Pero la situación se vuelve preocupante cuando este tipo de contenido se torna la única tendencia popular. Con una realidad así, la pregunta debería ser, ¿hacia dónde van el escritor y la escritora que están escribiendo más allá del trending topic en estos tiempos? Por eso mencionaba lo importante de crear nexos de articulación, actividades formativas, propuestas más colectivas, de mayor impacto en espacios físicos y digitales, para no quedarnos en unos pocos lugares que terminen por convertirse en las nuevas élites.

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¿Para qué sirve la poesía y qué sirve a la poesía?

Como hemos venido hablando de nuestro contexto social, yo creo que deberíamos preguntarnos qué suma a la poesía este momento actual. Cómo ha servido el proceso venezolano de los últimos años para influenciar nuestra literatura. Decía Benedetti que gracias a la Revolución cubana pudimos deslastrarnos de esa imagen caricaturizada que se había construido desde EE.UU. sobre el ser latinoamericano. Esa influencia generó obras grandiosas como el ensayo Calibán de Retamar, desembocó en gran medida todo el Boom latinoamericano, posicionó instituciones como la Casa de las Américas. Nos resignificamos y eso caló no solo en nuestra literatura sino en nuestra identidad.

Sobre aquella época afirmó Benedetti que los escritores estuvieron de una u otra manera espantados o atraídos por la realidad, porque un momento histórico como la Revolución pasó a ser un tema literario. Y de ahí parte la relación dialéctica entre lo que removió esa sacudida política en toda la región y el mundo y lo que se empezó a escribir en nuestro continente. Muchos escritores comprometieron su literatura con las causas del pueblo, los que no la comprometieron acompañaron acciones políticas muy importantes. Cortázar escribió el Libro de Manuel, Neruda desarrolló una poesía  que conectó hermosamente con la conciencia social, Alfredo Maneiro nos legó su pensamiento político, Lydda Franco escribió esa maravillosa poesía aún vigente. ¿Para qué sirvió y para qué sirve ahora? Para expresar ideas, dudas, necesidades y toda clase de motivaciones absolutamente legítimas. O desde una voz plural, para comunicar desde una identidad colectiva, para hablar de lo que somos, de lo que seguimos construyendo, para iluminar y habitar esas zonas que siempre han estado oscurecidas por el individualismo.

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Katherine Castrillo. Caracas, Venezuela, 1985. Editora, correctora, articulista y traductora. Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Ganadora del Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca (2014), mención poesía, con el libro Una totuma con mi nombre, publicado por el Fondo Editorial Fundarte en 2015. Merecedora, junto a Adriana Castro, del premio a mejor corto documental en el Primer Festival de Cine de la Diversidad, (FESTDIVQ, 2011). Recibió, junto a Juan Ibarra, por su trabajo en el portal web Cultura Nuestra, el Premio Nacional de Periodismo Aníbal Nazoa 2016, mención periodismo digital. Participó como escritora invitada en la Feria Internacional del Libro de La Habana, Cuba, 2015. Colaboradora en la revista digital colombiana Literariedad. Versionó los libros El origen del fuego y otras leyendas persas, Era el principio del mundo: mitos de Oceanía, Sigfrido o la maldición del enano nibelungo. Poemas suyos han sido incluidos recientemente en la compilación Transfronterizas38 poetas latinoamericanas (Ediciones de Punto de Partida, México, 2016). Es militante de la Alianza Sexogénero Diversa Revolucionaria (ASDGRe). La foto que ilustra este post es de Milangela Galea.

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César Panza. Valencia, Venezuela, 1987. Poeta, editor y traductor. Licenciado en Matemáticas por la Universidad de Carabobo, Panza se desempeña como miembro del comité de redacción de La Tuna de Oro y del comité de redacción de Poesía.

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