Rafael – José Díaz

Muestra poética

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Un sudario
(2015)

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Un poema de invierno

……………………………Para Anxo Pastor

Los árboles de invierno, alineados
en una y otra acera de una calle sin nombre:
muros de una tumba abierta al aire
que alguien recorre sin saberse ya nadie,
confiado en sus pasos, en los ojos que bullen
todavía en sus órbitas, en vagos
sentimientos o sombras de deseos extintos,
en recuerdos que asoman sus pálidos semblantes
y regresan huidizos a la nada en que viven.

Ningún viento los mueve,
pero tiemblan de ausencia, esos
árboles o muros de una tumba cavada
a medida que cruzan los pasos esa calle
de una ciudad irreal como las que en un sueño
se recorren sin prisa, sin fatiga y sin rumbo.

Esos árboles son como esqueletos,
da en pensar quien camina
reducido a sus huesos
crujientes en el frío,
para qué tanta carne
si ya nadie la mira,
si la vida ha quedado reducida
a saludos de espectros en la niebla;
esqueletos que tienden sus ramajes
a unas manos que nada
pueden ya acariciar.

Un jadeo se escucha
igual aquí que un grito
y se escapa por huecos que no vemos
entre árbol y árbol. Son palabras que nadie
parece pronunciar, pero resuenan
al tiempo que los pasos, como golpes
de un cuerpo desplomado, secos
golpes de huesos unos contra otros.
Y los soplos de ausencia entre las ramas.

Árboles
inmóviles que no parecen vivos:
acompañan los pasos y no ofrecen piedad
alguna ni consuelo, y ni siquiera
ternura o protección en la intemperie.
El cuerpo,
si acaso sigue siéndolo,
avanza, retrocede, se detiene,
va y viene junto al río del asfalto
y ningún coche surca esas aguas de tinta,
ninguna barca hay para transportarlo
lejos, hacia donde
nueva carne o nueva sangre broten
para sus huesos secos.
El cuerpo es el de un náufrago
que flota un tiempo aún
en el mar que lo sueña.

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La intimidad

Y ahora,
atrapados como estamos
en estos terraplenes de jugosa luz última,
¿vas a decirme que no tiene sentido
ni siquiera atreverse a respirar
a medida que el viaje de las nubes
se adentra en las montañas,
respirar en el límite
y pensar que detrás de lo que respiramos
está la imposibilidad de respirar,
la extática tiniebla?

Te escribo porque apenas
lo he hecho últimamente,
arconte o diosecillo,
ángel faunesco
o serpentino mordedor
de tantas horas que el tiempo no quiso devolver.

Conozco tus caprichos,
pero soy más paciente que al principio.

Estoy sentado, mírame,
al borde de la oscuridad.

La luz se filtra desde inmemorables
gradas por las que no podríamos
descender o subir.

La memoria se engaña
creyendo que conoce el asiento de la sombra.

¿Vendrás
a hacerme compañía
en este umbral donde te conocí
para jugar de nuevo
al escondite que inventamos?

Ya sé que no vendrás.

Los árboles me miran
una vez más, materia absorta
que dibujara un día los rostros de la descomposición.

Ahora soy yo quien los dibujo
para que, sin necesidad de respirar,
pueda volver aquí
siempre que lo deseen las montañas.

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Inédito

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No es el viento quien habla

Y después de morir desmantelaron
la casa en que vivía. Donde estuvo
tendido, retorciéndose, mi cuerpo,
y enseguida cadáver, asquerosa
materia a la que nadie, en vida,
pudo nunca amar,

se acumulan ahora los cubos con que limpian
el suelo en que caí,
la grasa acumulada
de los años inútiles, los vómitos,
las heces, el esperma que en piel
alguna se vertió, la podredumbre
que fui ya desde el vientre de mi madre.

Se asoman mis parientes,
con sus miradas ácidas,
a ventanas que siempre
mantenía cerradas.
Nada valen los muebles, pero ellos
ya los han retirado para usarlos
en sus sucias covachas.
Duró poco su llanto, porque poco
duran las lágrimas forzadas.

No pude resistir. Luché
con el volumen de mi cuerpo,
dejaba de comer durante días.
Luché contra los rasgos
deformes que heredé de mi deforme
familia. Compensé con pasión,
con sonrisas difíciles, ilusas,
con ánimo, con vida,
la muerte, el desamor
que siempre me rondaron.
He estado a punto de cumplir los treinta.

Lo único que queda, pero ya no sé dónde,
es el amor que di a quien no pudo amarme.

……………………………………..(David)

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Un fragmento de poética

En algunos momentos la vida ha parecido condensarse. Había palabras que surcaban, como extraviadas, los vericuetos de mi propio cuerpo; creí mi deber capturarlas y reunirlas en forma de poema. Apenas he aprendido a hacer otra cosa. Cuando era niño mis padres me apuntaron en un club de tenis, aunque nunca logré desarrollar un juego demasiado ortodoxo (me empeñaba en introducir mis propios golpes, en aplicar mi propio estilo heterodoxo, con consecuencias en general catastróficas a la hora de los partidos). Contemplando un día una de las montañas que rodeaban el club tuve –acaso fue la primera vez— la extraña sensación de que debía alejarme, no físicamente, sino interiormente, de lo que veía, si quería verlo con más intensidad. No escribí entonces un poema, pero es casi como si la poesía se me hubiera revelado en ese instante. Decir lo que veía atravesándolo con mi propio cuerpo hecho de palabras. O dejar que lo que veía atravesara mi propio cuerpo en forma de palabras. O ver lo que decía transformado en palabras que eran mi propio cuerpo. O estar en donde no estaba como si no estuviera en donde estaba. Claro que todo se hizo después más complejo, o más simple. Hubo muertes. Hubo viajes. Hubo regresos. Hubo cuerpos que no eran el mío pero que se acercaban o alejaban sin que el espacio que nos separaba o unía dejara nunca de ser un abismo de dolor o de dicha. Hubo lecturas que hacían transpirar mi cuerpo, playas en las que me bañé como refugiándome de un sol aterrador, ciudades y paisajes frente a los que aposté mi rostro buscándole un sentido necesariamente ilusorio. Las palabras cayeron alguna vez con la extática mansedumbre de unos copos de nieve en una tarde sin viento; y otras veces estallaron contra paredes manchadas de vómitos, pústulas de un cuerpo herido (de sed, de desamor, de tiempo). Lo que supe siempre es que, si contenían alguna verdad, lo era tan sólo del instante en que nacían; y que si esa frágil verdad podía algún día serlo también para otros era porque, a pesar de todo, una corriente invisible recorre algunas almas a través del espacio y el tiempo. Diré más: hubiera preferido estar todo el tiempo bajo la férula de un placer abrasador antes que preso en la celda tenebrosa de las palabras. Alguna vez, de hecho, la plenitud de una vida luminosa, de alguna revelación arrancada a la grisura del tiempo como el sueño del más vivo mediodía logró liberarme de las palabras. Así que, si tuviéramos que encontrarle un nombre a lo que estas han sido casi siempre, el más acertado sería tal vez el de un rastro inconexo del desamparo y de la soledad, de los días desprovistos de luz que, sin embargo, no se resignaban a su ausencia y la buscaban una y otra vez en el pálido resplandor de las palabras.

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blasondelamuerte

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Rafael-José Díaz. Santa Cruz de Tenerife,  España, 1971. Poeta y ensayista, licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna. Como poeta ha publicado los libros: El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000), Los párpados cautivos (2003), Premio Tomás Morales de poesía 2002, Moradas del insomne (2005), Antes del eclipse (2007), Detrás de tu nombre (2009) y Un sudario (2015). También ha publicado entregas de su diario, entre las que cabe destacar La nieve, los sepulcros (2005). Como ensayista, ha publicado recientemente Rutas y rituales, una selección de sus ensayos escritos entre 1993 y 2003. Y, como narrador, ha publicado la novela El interior del párpado, un libro de relatos, Algunas de mis tumbas y dos libros de prosas titulados, respectivamente, Insolaciones, nubes y Disolución. Los poemas que publicamos fueron enviados por el autor a la redacción de POESIA.

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