Poemas del cuerpo

Alejandro Oliveros

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Memoria del cuerpo

El cuerpo recuerda, escribe Sándor Márai,
como si hablara de otra persona, y es verdad.

La piel que lo cubre se encarga
de grabar nombres y apellidos.

Los rostros se quedan en las manos,
y no se borran en el blanco de las noches.

La espalda tiene sus propias neuronas
que recuerdan las uñas con sus dedos.

Los muslos, con los brazos, retienen
para siempre la blandura de los costados.

El cuerpo recuerda, y sus memorias hablan
de esplendores y humedades.

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Doble de espadas

A unos pocos metros delante de mí,
la figura de un hombre que camina
alejándose por una playa de Margarita.

Con su luz vertical, el sol detenido
en el centro justo del mediodía;
un cielo absoluto de pelícanos
suspendido sobre la mar espejeante.

Los únicos a la vista somos esa figura y yo,
una espalda cada vez más familiar,
casi como la mía: hundida en el medio,
ancha, blanca, llena de lunares.

Ahora distingo al hombre claramente,
sus largas piernas, los brazos colgando,
la cabeza llena de canas, grande y redonda.
Aterrado, recuerdo una vieja línea:
«Aquel que ve su doble de frente
debe morir», y me regreso.

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Spinoza

Si, como intuía Spinoza en su lejana
soledad de Leiden, el cuerpo es parte
de la naturaleza, no necesito entonces
de extensos bosques o claras playas.

Al igual que los mares y sus aves, los ríos,
montallas y collados, están todos,
contenidos en la amplia
geografía de tus miembros.

Las vegas del Cabriales de mi infancia,
sus mijaos y bucares, jabillos
y apamates, salen a mi encuentro
cuando camino hacia tu cuerpo.

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El cuerpo y su doble

Existen cuerpos que sólo se encuentran
en otro cuerpo. Fueron hechos como
las estrellas y el cielo, sin pausa,
y no caben en una bóveda extraña.
No importa dónde los lleve la vida,
son palmeras aisladas, aspirando
su propia arena en el horizonte.
Son presencias reales, escrituras de piel
y dedos, cabellos y piernas.
Si los dejan de su cuenta,
solos, entre el jardín y la seda, vemos
como se aproximan, se atraen, y en poco
tiempo, se hacen uno y desaparecen.

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Arrendajo

El arrendajo de mi tía Loreta
se acerca a la ventana y me dice:
«Quise explicártelo cuando eras niños:
la vida no es como uno quiere,
es otro el que para ti la escribe
y difícil de entender es su letra.
Unos abandonan antes el drama,
otros más tarde, privilegiados
por el más raro azar. En ese entonces,
no entendías, y ahora, mucho me temo,
tampoco. Debes hacer como tu tía,
habla con las plantas dulcemente,
como en susurros, hasta que respondan
en nombre del autor de la obra.
No te salvará del verbo definitivo,
pero te hará sentir menos absurdo».

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Imitación de marcial

Éste es el Vesubio de oscuras faldas
y calcinadas laderas. Sin embargo,
hace menos de lo que crees, el pasto
lo cubría hasta la cima y cada año
el vino colmaba nuestras ánforas.

Sus alturas eran las más amadas
por Dionisio, y los coros de sátiros
danzaban al amparo de los hielos.
Allí era de venus el blando abrigo,
a sus anchas en holgura serena,
acurrucada en la axila de Adonis.

Ahora, la ceniza se extiende hasta
el sagrado monte. Las llamas crueles
han espantado ninfas y silenos.
Quince años han podido como un siglo,
los espacios se reducen, el canto
no se oye y la mentira no se aleja.

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Alejandro Oliveros. Valencia, Venezuela, 1948. Poeta, traductor, editor, ensayista y profesor universitario. Con diez libros de poesía publicados entre 1974 y 2005, tiene además en su haber los libros de ensayo Imagen, objetividad y confesión: Estudios sobre poesía norteamericana contemporánea (1991), Imágenes de Siena y de Florencia (1991), Poetas de la tierra baldía (2002), entre otros. Miembro fundador de la revista POESIA, Oliveros forma parte del equipo de colaboradores de esta página. Los textos publicados pertenecen a la reedición de Poemas del cuerpo (2016) publicada por la editorial Pre-Textos, cuya portada complementa la imagen de cabecera.

 

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