Herberto Helder

Trad. Javier Chavelaz Reyes

 

Mi cabeza se estremece con todo el olvido.
Intento decir cómo todo es otra cosa.
Hablo, pienso.
Sueño sobre los tremendos huesos de los pies.
Siempre es otra cosa, una
sola cosa cubierta de nombres.
Y la muerte pasa de boca en boca
con la leve saliva,
con el terror que siempre hay
en el fondo informulado de una vida.

Sé que los campos imaginan sus
propias rosas.
Las personas imaginan sus propios campos
de rosas. Y a veces estoy al frente de los campos
como si muriera;
otras, como si ahora solamente
yo pudiera despertar.

A veces todo se ilumina.
A veces canta y sangra.
Digo que nadie se perdona en el tiempo.
Que la locura tiene espinas como una garganta.
Digo: rueda a lo largo el otoño,
¿qué es el otoño?
Los párpados golpean contra el gran día masculino
del pensamiento.

Tiendo cosas vivas y muertas en el espíritu de la obra.
Mi vida se extasía como una cámara de antorchas.

Era una casa, cómo diré, absoluta.

Juego, juro.
Era una casinfancia.
Sé que era una casa loca.
Metía las manos en el agua: dormía,
recordaba.
Los espejos se agrietaban contra nuestra juventud.

Palpo ahora el girar de las brutales,
líricas ruedas de la vida.
Hay en el olvido, o en el recuerdo
total de las cosas,
una rosa como una alta cabeza,
un pez como un movimiento
rápido y severo.
Una rosapez dentro de mi idea
desvariada.
Hay vasos, tenedores extasiados dentro de mí.
Porque el amor de las cosas en su
tiempo futuro
es terriblemente profundo, es suave,
devastador.

Las sillas ardían en los lugares.
Mis hermanas habitaban en la cumbre del movimiento
como seres pasmados.
A veces reían alto. Se enredaban
en su oscuro aterrador.
La menstruación soñaba podrida dentro de ellas,
en la boca de la noche.
Cantaba muy bajo.
Parecía fluir.
Rodear las mesas, las penumbras fulminadas.
Llovía en las noches terrestres.
Quiero gritar más allá de la locura terrestre.
Era húmedo, destilado, inspirado.
Había rigor. Oh, ejemplo extremo.
Había una esencia de oficina.
Una materia sensacional en el secreto de los fruteros,
con sus manzanas centrípetas
y las uvas pendidas sobre la madurez.
Era la ardiente magnolia de un gato.
Gato que entraba por las manos, o magnolia
que salía de la mano hacia el rostro
de la madre sombríamente pura.
Ah, madre loca alrededor, sentadamente
completa.
Las manos tocaban por encima del ardor
la carne como un pedazo extasiado.

Era una casabsoluta —cómo
diré— un
sentimiento donde algunas personas morirían.
Demencia para sonreír elevadamente.
Tener moras, hojas verdes, espinas
con pequeña oscuridad en todos los rincones.
Nombre en el espíritu como una rosapez.

Prefiero enloquecer en los corredores arqueados
ahora en las palabras.
Prefiero cantar en los balcones interiores.
Porque había escaleras y mujeres que se detenían
minadas de inteligencia.
El cuerpo sin rosáceas, el lenguaje
para amar y rumiar.
La leche cantante.

Ahora me sumerjo y asciendo como un vaso.
Traigo a la superficie esa imagen de agua interna.
Lapicero del poema disuelto en el sentido
primacial del poema.
O el poema subiendo por el lapicero,
atravesando su propio impulso,
poema regresando.
Todo se levanta como un clavel,
una navaja levantada.
Todo muere su nombre en otro nombre.

Poema sin salir del poder de la locura.
Poema como base inconcreta de creación.
Ah, pensar con delicadeza,
imaginar con ferocidad.
Porque yo soy una vida con furibunda
melancolía,
con furibunda concepción. Con
alguna ironía furibunda.

Soy una devastación inteligente.
Con margaritas fabulosas.
Oro por encima.
La madrugada o la noche triste tocadas
con trompeta. Soy
una cosa audible, sensible.
Un movimiento.
Silla multiplicándose en la cuenca,
hecha al sentarse.
O flores bebiendo la jarra.
El silencio estructural de las flores.
Y la mesa debajo.
Soñando.

De Poemacto (1961)

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Este lugar no existe, está en Arabia Saudita, en el desierto.
Me gusta el desierto.
Llevé tablas y clavos.
Herramientas, las bellas herramientas de los hombres.
Llevé agua, víveres, semillas.
No eran semillas de trigo o avena, ni de claveles
—tampoco eran semillas de máquinas.
Las bellas máquinas de los hombres.
No recuerdo si fui por aire.
No recuerdo la lenta y progresiva despedida,
cuando se camina por las tierras, el laberinto doloroso,
la alegría, cuando se anda por las tierras, y nos despedimos,
primero de un cuerpo, después de un sitio, después de un olor,
una luz, una voz, los arrabales, las señales,
las palabras, las temperaturas.
No me acuerdo de cuanto se va dejando.
Fui entonces por aire.

Llevé todo para experimentar el desierto.
Compré tablas, agua, semillas, herramientas
—las bellas herramientas.
Tengo una pequeña ciencia.
Aprendí.
Vamos allá a ver ese lugar que no existe, en Arabia Saudita,
en el desierto.
Quedaba en medio.
En medio es bueno: hay algo que se llama al rededor.
Sólo sirve para estar bien.
Compré tablas, semillas y aguas.
No era trigo, ni claveles, ni semillas de colores,
de los colores que amamos con un dolor en el cuerpo.
Eran semillas de cabezas de niños.
¿No serán nabos, o rosas, o semillas de algodón?
Le pregunté al herbolario.
¿No serán semillas de sueño, o semillas de tabaco,
o de aquellas semillas de paisaje verde occidental?
Eran semillas de cabezas de niños.

Tengo una pequeña ciencia.
La hice con los libros.
Me dividí en siete días.
Con mis diez dedos llené los días,
y después con mis oídos y mi corazón voraz.
De mi virginidad de los desiertos construí mi ciencia de los desiertos.
Extendí los dedos por los días y, primero,
creé los cielos y las arenas de aquel lugar que no había.
Después, los dos luceros: uno para el día y el otro para la noche del desierto.
Al tercer día hice una casa con un cobertizo
y una silla en el cobertizo.
Fue entonces que sentí la sangre golpear en mi noche
y supe del siniestro silencio de toda mi vida,
y era el cuarto día.
Al quinto, lancé las arenas, alrededor de toda la casa,
hasta donde podía, todas aquellas semillas que no eran
de claveles, ni de trigo, ni de algodón
—las semillas— lancé a mi alrededor el futuro nacimiento,
y quedé en medio del nacimiento, rodeado por el futuro nacimiento.

Después pensé, como puede pensar un animal creador extenuado,
porque me había creado a mí mismo,
y era una criatura cálida y exhausta,
y estaba lleno del dolor y de la alegría de mi obra
—y era entonces el sexto día.
Y el séptimo día vi que todo tenía un sentido,
y me senté en mi casa, en mi cobertizo,
en mi silla.
Por la escritura había pues llegado al séptimo día, uniendo todo,
uniendo lo que no es como que visible pero es como que audible,
semejante a las corrientes de agua subterránea que nuestro
propio cuerpo solitario siente acostado sobre la tierra.

Estaba sentado en la silla creada el tercer día,
rodeado por la siembra del quinto día.
Era una siembra de cabezas de niños.
¿No serán nabos o rosas?
Le pregunté al herbolario.
No eran.
Porque comenzaron a salir de la arena la tarde del séptimo día,
y florecieron, sombrías y dulces cabezas de niños
—era terrible.
¿Serían verde botella?
Cabezas de niños del tamaño de cabezas de niños
—vivas, oscilantes, palpitantes sobre el pedúnculo que irrumpía
del desierto, alrededor de mi casa, de mi cobertizo,
de mi silla, de mi corazón que nunca más dormiría.

Entonces comenzaron a susurrar —y yo pensé:
la brisa del fin del séptimo día pasa sobre un campo
de corolas verdes, como en el mundo, y es el susurro vegetal,
el ondulante verde botella, en frente de la casa de un propietario como en el mundo.
Pero eran cabezas de niños.
Y  mis tablas y clavos y víveres, mi agua y la silla,
y mi corazón estaban rodeados por el susurro de las cabezas de los niños.
Nunca más dormiría —era de noche, era ahora mi noche.
Y entonces ellas comenzaron a cantar —en mi noche.
Yo estaba sentado en la silla, en el cobertizo, en la casa
—y las voces se levantaban, eran altas, altas, inocentes y terribles,
cada vez más bellas, más sofocantes.
En el desierto.
Mi corazón nunca más dormiría.
¿No serán claveles, o nabos, o máquinas?
Le pregunté al herbolario.
Eran cabezas de niños.

De Apresentação do rosto (1968)

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Herberto Helder. Funchal, Madeira, 1930 — Cascaes, Lisboa,  2015.​ Poeta, periodista, bibliotecario, traductor y escritor portugués. Su poesía, transformada en imágenes y desencadenada en infinitos procesos de contaminación metafórica, misticismo y figuración alquímica, representa una notable revolución en el panorama poético de Portugal. Muchas veces ligado al surrealismo, al concretismo o a la poesía experimental, Herberto Helder manifestó un total repudio por la figura encumbrada del poeta, rehusándose a dar entrevistas o rechazando el Premio Pessoa en 1994. Algunos de sus libros son O amor em visita (1958), A colher na boca (1961), Cobra (1997),  Poesía toda (1953-1990), Ou o Poema Contínuo (2001), entre muchos otros. En 1968 grabó algunos poemas en discos de acetato para la serie Poesía Portuguesa, editada por Philips. Asimismo, en 1997 participó en el disco Entre nós e as palavras, projecto Os Poetas: música para poesía de Al Berto, Mário Cesariny, António Franco Alexandre, Herberto Helder e Luiza Neto Jorge.

Javier Chavelaz Reyes. Puebla, México, 1992. Estudió el diplomado en Creación literaria SOGEM-Puebla en la Escuela de escritores del IMACP. Becario del Encuentro Regional de Literatura Los signos en rotación 2014, del Festival Interfaz de ISSSTE-Cultura, en Puebla. Ha publicado algunos cuentos y poemas en medios impresos y electrónicos. Finalista del Primer Concurso de Reseñas Cicutadry por el texto El turno del aullante. Max Rojas (2017). Actualmente estudia la maestría en Estudios editoriales en la Universidad de Aveiro.

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