Entrevista a Elizabeth Bishop

Ashley Brown describe la casa de Elizabeth Bishop: «Brasil: el estudio de Elizabeth Bishop es un pequeño edificio al subir la colina donde queda su casa, en las montañas cercanas a Petrópolis, la anti­gua capital imperial de verano. El estudio está situado sobre una cas­cada. Por la ventana pueden verse varios bambúes que descienden hacia una diminuta piscina, donde se detiene el curso del agua de la cascada. El cuarto está lleno de libros, confortables mecedoras, mon­tones de viejas revistas literarias. Un primoroso oratorio de Minas Gerais y otros pequeños objetos varios reposan sobre los libreros.Un visitante interesado en literatura notará fotografías de Baudelaire, Marianne Moore y Robert Lowell junto al escritorio de la poeta. To­bías, un gato viejo, y Suzuki, su compañero siamés más joven, se mu­dan a regañadientes, del área donde está la máquina de escribir.»

A.B. Creo que tiene usted por casa uno de los lugares más hermosos del mundo. ¿Qué más querría un poeta? ¿Encuentra que un paisaje deslumbrante como éste es un incentivo para escribir, o prefiere encerrarse para evitar las distracciones visuales cuando está trabajando?

E.B. Observará que el estudio da la espalda a la vista de las monta­ñas —¡distraen demasiado!—. Pero puedo mirar un paisaje ín­timo; las hojas de bambú están muy cerca. Todo el que viene aquí pregunta sobre el paisaje: ¿inspira? ¡Creo que pondré un letrero sobre los bambúes que diga «Inspiración»! Supongo que lo ideal para cualquier escritor es un cuarto de hotel completamente inmune a las distracciones.

A.B. En cuanto a su poesía se refiere, ¿ha logrado sacarle algo a Brasil, más allá de lo superficial? O sea, ¿se ha podido compenetrar con las tradiciones sociales y literarias de aquí?

E.B. Vivir del modo que lo he hecho aquí, conociendo a los brasile­ños, ha cambiado totalmente el panorama. La vida general que he conocido aquí, desde luego, ha tenido un gran impacto sobre mi persona. Creo que he aprendido mucho. La mayor par­te de las nociones de los intelectuales neoyorquinos sobre los «países subdesarrollados» son erradas en parte, y el hecho de vivir entre gente de una cultura completamente distinta ha cambiado muchas de mis viejas nociones estereotipadas.

En cuanto al medio literario brasileño, es muy distinto del nuestro. En Rio, por ejemplo, la influencia francesa es todavía muy fuerte. La poesía me parece muy interesante, pero no tie­ne mucho que ver con la poesía contemporánea en inglés. Nuestra poesía tomó un camino distinto mucho antes.

A.B. Usted se formó cuando predominaban las corrientes marxistas durante los años ’30. ¿Le parece que esta experiencia política radical fue valiosa para los escritores? ¿O el pensar exclusiva­mente en términos políticos entorpecía la percepción?

E.B. Siempre me opuse a que los escritores pensaran en términos políticos como tal. ¿En realidad, qué literatura buena salió de ese período? Tal vez algunos buenos poemas; Kenneth Fearing escribió algunos de ellos. Mucho de todo eso me parecía artifi­cial. Políticamente, me consideraba socialista, pero me disgus­taba la literatura de «conciencia social». Defendí a T.S. Eliot cuando todo el mundo alababa a James T. Farrell. La atmósfe­ra en Vassar (College) era izquierdista; era lo popular. Siempre me pedían que participara en los piquetes, o más tarde, que le­yera poemas en el Club John Reed. Me parecía que la mayor parte de las chicas del college no conocían mucho de las condi­ciones sociales.

Estaba muy consciente de la Depresión —parte de mi fa­milia se vio muy afectada por ella—. Después de todo, cual­quier persona que fuera a Nueva York y se montara en el ele­vado podía darse cuenta que las cosas andaban mal. Pero yo había vivido con gente pobre y conocía personalmente lo que era la pobreza. Para esta época, hice una caminata a través de Terranova (Newfoundland) y vi allí aun peor pobreza. Estaba totalmente de acuerdo con los socialistas hasta que oí hablar a Norman Thomas; ¡qué aburrido que era! Después pasé breve­mente por el anarquismo. Estoy mucho más interesada ahora en la problemática social y en la política que en los años ’30.

(Once años más tarde George Starbuck entrevista a Elizabeth Bishop, en Cambridge, Massachusetts. La descripción de Starbuck: «Ya avanzada, es una tarde gris de invierno. Elizabeth Bishop, vesti­da informalmente con un jersey de Harvard, da la bienvenida al entrevistador y contesta sus atentas preguntas en torno a un suntuoso espejo dorado sobre la pared de la sala. Sí, es veneciano. Esos morenillos¹ son venecianos, pero lo consiguió en una subasta en Rio de Janeiro. El entrevistador, seguro antes de comenzar de que no de­bería hacerle esto a uno de sus poetas predilectos, se alista con su grabadora cassette sobre la mesita del café y lanza una pregunta pre­parada de antemano. Una maravillosa extensión de libros llena la pared detrás del sofá. Las risas no se hacen esperar. Su buena memoria, alguna ocurrencia o cualquier extravagancia de sus conocidos o de la gente que aprecia la hacen rememorar. La risa es aguda, rápida, pun­zante: No hay modo de transcribirla.»)

G.S. ¿Le parecería importante estar pendiente de lo que las mujeres poetas hacían entonces?

E.B. No, nunca hice ningún distingo: nunca lo hago. Sin embargo, debo aclarar algo. Cuando estaba en el college y comencé a publicar, incluso entonces, y en los años que siguieron, había antología de mujeres (poetas), y números de revistas dedicados exclusivamente a escritoras, pero siempre rehusé que me inclu­yeran. No reparé bien en la razón, pero me parecía que era una tontería separar los sexos. Supongo que esto se debía a principios feministas, tal vez más intensos de lo que los per­cibía.

(…)

Volvamos al feminismo o a la Liberación Femenina. Creo que mis amigas, mi generación, asistieron por lo general a co­legios de mujeres (y no todas éramos escritoras). Una se acostumbra tanto desde joven a que la menosprecien que si eres de inteligencia normal y tienes algún sentido del humor pronto desarrollas una actitud resistente e irónica. Una trata de arreglárselas para pasar por alto ese menosprecio.

Durante casi toda mi vida de escritora he sido afortunada con las reseñas. Pero al mero final a menudo ponen «La mejor poesía escrita por una mujer en esta década, o año, o mes.» Pues bien, ¿de qué vale eso? ¿Se da cuenta? Pero una se acos­tumbra, y casi lo espera, y le divierte. De lo que sí estoy segu­ra es que, sin lugar a dudas, van a haber mejores poetas mu­jeres.

G.S. ¿(…) cuándo empezó usted a mirar en derredor suyo y a pre­guntarse «¿Con quién, de entre los poetas de la generación que me antecede, voy a tener que saldar cuentas?»

E.B. No creo que nunca pensé que debía ser de esa manera, pero tal vez ése sería Auden. A lo largo de mis años universitarios, Auden publicaba sus primeros libros, y yo y mis amigas, varias de nosotras, estábamos muy interesadas en él. Sus primeros li­bros me impactaron sobremanera.

A.B. ¿Le influyó en algo la poesía de Auden durante los años ’30?

E.B. (…) Compraba sus libros tan pronto salían y los leí mucho. Pe­ro no influyó sobre mi manera de escribir. Creo que Wallace Stevens fue el escritor contemporáneo que más influyó sobre mi poesía. Pero le saqué más a Hopkins y a los poetas metafísicos que a Wallace Stevens o a Hart Grane. Siempre he admi­rado mucho a Herbert.

A.B. ¿Qué le atrae de Herbert?

E.B. Para empezar, me interesa su absoluta naturalidad de tono. Recordará que Coleridge tiene excelentes observaciones sobre esto. Y algunos de los poemas de Herbert me lucen casi surrealistas, «Lave Unknown», por ejemplo. (Estuve muy intere­sada en el surrealismo en los ’30). Desde luego, también me gusta Donne, en particular su poesía amorosa, y Crashaw. Pe­ro encuentro que re-leo a Herbert bastante.

A.B. ¿Debe alguno de sus poemas a la lectura de Herbert?

E.B. Creo que sí. «La cizaña» está modelado en base a «Lave Unk­nown». Probablemente haya otros.

A.B. ¿Puede comentar la poesía religiosa de los años ’40? En parti­cular me refiero a los poemas largos de Eliot y Auden, y algu­nos libros como The Winter Sea, de Tate, y Lord Weary’s Casttle, de Lowell. Por ese entonces parece que nos dirigíamos hacia algo bastante inesperado, un periodo excepcional de poe­sía cristiana. Pero después esto no ha seguido, ¿verdad?

E.B. En cuanto a Eliot y Auden respecta, encuentro a Eliot mucho más fácil de entender. Llegó a los «Cuatro Cuartetos» después de un largo proceso. Eliot no es muy dogmático, al menos en su poesía (la prosa es otro asunto). La poesía posterior de Auden a veces me desagrada por su didactismo. En general no me interesa la religiosidad moderna; casi siempre conduce a un to­no de superioridad moral. Desde luego, le tengo la mayor ad­miración a Auden como poeta. En cuanto a poesía religiosa y este tópico, pues bueno, los tiempos han cambiado desde Herbert para acá. No soy muy religiosa, pero leo a Herbert y a Hopkins con sumo placer.

G.S. Pues bien, usted escribe poemas muy buenos sobre cuadros y cosas por el estilo. El que aparece en Geografía III sobre un pequeño cuadro que se ha visto a menudo pero que no se ha reparado bien en él…

E.B. En mi primer libro hay un poema que se llama «Cuadro gran­de y fallido»; ese cuadro lo pintó el mismo tío-abuelo cuando tenía como 14 años. Ellos eran de una familia muy pobre de Nueva Escocia, y él se hizo a la mar trabajando de camarero. Después pintó varios cuadros grandes, recuerdos del Norte le­jano, Belle Isle, etc. Me encantaban. No eran cuadros muy buenos (…) Entonces el Tío-abuelo George se fue a Inglaterra, y se convirtió en un pintor «tradicional» bastante reconocido (…) Con el tiempo heredé este pequeño boceto («Como del tamaño de un billete de dólar de viejo cuño»), el que he descrito (en el poema).

A.B. Sé que usted ha manifestado un vivo interés por otras artes la música y la pintura en particular¿Ha tenido esto algún efecto en sus poemas?

E.B. Creo que tengo una inclinación visual mayor que la mayor parte de los poetas. Hace mucho tiempo, en el 1942 o 1943, alguien me dijo que Meyer Shapiro, el crítico de arte, había declarado sobre mi persona: «Escribe poemas con el ojo de un pintor». Me sentí halagada. La pintura me ha interesado du­rante toda mi vida. Algunos de mis parientes pintaban. De ni­ña me llevaban al Museo de Bellas Artes de Boston y al Mu­seo Gardiner y al Fogg. Me encantaría ser una pintora.

A.B. Me pregunto si usted a veces va palpando instintivamente el poema con un sentido del ritmo incluso antes de que el tema se haya revelado digamos, del modo en que se escribió «Le cimetiére marin»—.

E.B. Sí. Un grupo de palabras, una frase, puede surgir en mi mente como un objeto que flota en el mar y seguidamente atrae otras cosas hacia sí. Tiendo a aproximarme al poema como usted ha sugerido. La mente funciona de maneras sorprendentes. Cuan­do estaba escribiendo «Gallos», me atasqué irreparablemente; sencillamente no me salía. Entonces un día estaba escuchando un disco de Ralph Kirkpatrick interpretando a Scarlatti; los ritmos de la sonata me avasallaron y pude poner el asunto en movimiento de nuevo.

Holbein16

A.B. Al componer un poema como ése, ¿es el punto de partida un cierto deleite en la disposición de las estrofas propiamente, o deja usted que la experiencia dicte la forma?

E.B. En ese caso me es imposible decir cuál vino primero. A veces la forma, otras veces el tema, domina la mente. Todos los poe­tas con quienes he hablado dicen más o menos lo mismo. So­bre este particular, me interesa el ensayo de Housman, «Del nombre y naturaleza de la poesía». Ahí se presente solamente un punto de vista, pero con harta elocuencia.

A.B. Tal vez pudiera revelar la donée de su sextina titulada «Un milagro para el desayuno». Tiene un carácter surrealista atrayente, pero tengo interés en saber qué tipo de experiencia la movió a escribir el poema.

E.B. Ah, ése es mi poema sobre la Depresión. Se escribió poco des­pués de las filas de sopa y de los hombres que vendían manza­nas, alrededor del ’36. Fue mi poema de «conciencia social», un poema sobre el hambre.

A.B. Eso era también cuando el apogeo del surrealismo, ¿no?

E.B. Sí, y yo recién había regresado de pasar mi primer año en Francia, donde leí mucha poesía y prosa surrealista.

A.B. (…) Para cambiar un poco el tema: «En las pesquerías» es mi poema predilecto de su segundo libro. Me parece un poema wordsworthiano, algo parecido a «Resolution and Independence». Pero su poema está escrito mayormente en el tiempo pre­sente y es más inmediato y «existencialista». Wordsworth po­dría resumirse como «el sentimiento recordado en la tranquili­dad» y pone su poema por lo general en el pasado. ¿Tiene al­gún comentario sobre esta comparación?

E.B. Creo que es un problema que tiene que ver con cómo se escri­be la poesía. Ha habido un gran cambio en el conocimiento, o al menos en la actitud hacia la psicología de lo poético. Uno de los grandes innovadores en ese sentido es Hopkins. Cuando estudiaba en el college escribí una monografía sobre él. Mien­tras me documentaba, encontré un ensayo sobre la prosa ba­rroca del siglo XVII. El autor —no recuerdo su nombre— tra­taba de demostrar que los sermones barrocos (Donne, por ejemplo) intentaban hacer resaltar la mente en movimiento más que en estado de inacción. Cuando apliqué éste a la monogra­fía sobre Hopkins que escribía a la sazón, utilicé una frase de «The Wreck of the Deutschland» que me impresionó, donde dice, «Inventiva, ven más rápido». El poeta se desdobla y se di­rige a sí mismo. Es un poema barroco. Browning hace algo si­milar, pero no tan radicalmente. En otras palabras, el uso del presente ayuda a transmitir esta sensación de la mente en es­tado de movimiento. Cummings hace otro tanto en algunos de sus poemas. Claro que poetas de otras lenguas (especialmente el francés) utilizan el «presente histórico» con más frecuencia que nosotros. Pero no se trata realmente del mismo procedi­miento. Aunque el cambio en los tiempos verbales siempre produce la impresión de profundidad, espacio, diversidad de planos, etc.

A.B. ¿Tal vez algo similar al cambio de clave en la música?

E.B. Sí, ciertamente, de eso se trata.

A.B. ¿Qué opina del monólogo dramático como formato o sea, cuando el poeta asume un rôle—? Esta «poesía de la experien­cia» ha atraído a muchos poetas. Creo que usted lo ha emplea­do en varias ocasiones por ejemplo en «Canciones para una cantante de color» y en «La casa de Jerónimo»—.

E.B. No he pensado mucho sobre esto. Robert Lowell y otros han hecho algunas cosas brillantes utilizando ese formato. Supongo que funciona como un tipo de «liberación». Puede uno decir todo tipo de cosas que en lírica convencional están vedadas. Si uno maneja el escenario y los disfraces, se dispone de amplia libertad. Estoy trabajando en un poema de este tipo al presente.

A.B. Recientemente he estado leyendo un poema suyo llamado «Sueño de verano». Es una fabulosa miniatura, una evocación de un pueblo costanero agonizante. Cada detalle cuenta. ¿Es éste la reducción de uno más largo?

E.B. Fui un verano a Cabo Bretón. Este pequeño poblado era en realidad diminuto. Creo que el poema decía que la población incluía varios anormales. Lo cierto es que había más gente. Pero algunos gigantes extraordinarios provinieron de esta re­gión, y creo que en el poema transmití una idea general de cómo era esa gente. No, no lo comprimí.

A.B. ¿Tiende usted a revisar un poema como éste?

E.B. No. Después que un poema mío se publica sólo cambio una que otra palabra ocasionalmente. A algunos poetas les gusta re-escribir su poesía, pero a mí no.

G.S. Tengo curiosidad por uno que fluye mar avillosamente. «El alce».

E.B. Lo empecé, detesto decir la cantidad veinte años antes. Tenía el principio, lo que sucedió con el alce, eso realmente sucedió; y el final; y el poema quedó por ahí tirado sin terminar.

G.S. ¿Tenia esa versión parcial el otro movimiento o tópico cen­tral: la conversación como de sueños que lo lleva a uno a las pláticas de antes de dormir con los abuelos?

E.B. Sí, sí, eso siempre lo tuvo. Lo había escrito en mis notas de viaje. Estoy segura que le ha sucedido alguna vez, en aviones o trenes o autobuses. Uno está muy cansado, medio dormido, medio despierto, ¿no, verdad? Creo que en este caso era por­que todos hablaban con acento novoescocés, extraño pero aun así familiar, aunque no podía comprender bien nada de lo que decían. Pero lo del alce: eso a veces sucede.

G.S. Usted obviamente se esmera en conocer y emplear el saber de un geógrafo. Domina bien ese lenguaje y maneja el detalle de lo específico, pero déjeme ponerla incómoda: admiro la filoso­fía de sus poemas, la postura ética.

E.B. No sabía que hubiera alguna…

G.S. O.K., O.K. Pero, ¿y la alborada con que termina el libro (se refiere a Geografía III) —»Cinco pisos más arriba»—? El modo en que la pesadez de la mañana se convierte, rápidamente, en nuestra antigua no-inocencia: lo deprimente que resulta tener un pasado y la conciencia de lo que se repite: «El ayer se con­virtió en hoy tan rápidamente | Un ayer que hallo imposible de disipar».

E.B. Sí, parece que a mucha gente le ha gustado ese poema…

G.S. A mi me apasiona.

E.B. Debe corresponder a una experiencia que todo el mundo ha tenido. Vea, un amigo y admirador acabó diciendo sobre mi primer libro, «Pero tú no tienes absolutamente ninguna filoso­fía». Y a la gente que prefiere la ciudad a veces le disgusta to­da esa «naturaleza» que aparece en mis poemas.

A.B. Usted ha sido amiga en el oficio de Robert Lowell desde hace bastantes años, ¿no?

E.B. Creo, y espero estar en lo correcto, que hemos sido muy bue­nos amigos por más de veinte años. Ambas, su vida y su poesía han sido de gran importancia para mí. Es uno de los pocos poetas cuyo nombre en un índice o en la cubierta de una re­vista me crea entusiasmo y expectativa incluso antes de leer el poema.

A.B. ¿Qué le parece el giro que ha tomado su poesía en los últimos años comenzando con Life Studies—?

E.B. Echo de menos el viejo «cornetazo» de Lord Weary’s Casttle, pero los poetas tienen que cambiar, y tal vez la esplendidez más moderada de su tono último es también más humana.

A.B. Como muchos de los escritores y gente metida en la literatura, usted visitó a Pound durante los años ’50. ¿Tiene algún co­mentario que ofrecer sobre él, esta vez en prosa? Conocemos lo que ha dicho en verso en «Visitas a St. Elizabeth»,

E.B. Creo que he dicho todo lo que quería decir en ese poema. Ad­miraba enormemente su valentía; probó su devoción por la li­teratura durante esos trece años.

G.S. ¿Está usted de acuerdo con las clases de escritura?²

E.B. No. ¡Me opongo a ellas! Les digo a los estudiantes que sería mejor para ellos estudiar latín. Latín o griego. Sirven para es­cribir versos. Tengo la corazonada de que si hubiera un gran poeta en Boston University o en Harvard en estos momentos, él o ella debería estar escondido por ahí, escribiendo poesía y no asistiendo en absoluto a esas clases (…)

G.S. Usted como que escribe más y nuevos poemas pero sin esfor­zarse de súbito en cambiar su trayectoria.

E.B. Reconozco que hubiera querido escribir muchísimo más. Creo que si hubiese sido hombre, habría escrito más. Me hubiera atrevido a más, o le hubiera dedicado más tiempo. He malgastado muchísimo tiempo.

G.S. Eso que hubiese escrito, ¿habría sido en otros géneros?

E.B. No.

G.S. ¿Poemas largos?

E.B. No. Uno o dos poemas largos hubiese querido escribir, mas ja­más creo que lo haré. Bueno, en realidad no muy largos. Qui­zá diez páginas. Eso ya sería largo.

G.S. ¿Quisiera decir algo misterioso?

E.B. ¡ !

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¹Blackamoors: figurillas que forman parte del decorado del espejo.
²Se trata de seminarios de escritores en formación. La frase en inglés lee: creative writing classes.
Este trabajo es un montage basado en dos entrevistas a Elizabeth Bishop: la de Ashley Brown, «An Interview with Elizabeth Bishop» (Shenandoah, Vol. XVIII, N° 2, Invierno de 1966) y la de George Starbuck, «‘The Work’ A Conversation with Elizabeth Bishop» (Ploughshares, Vol. III. Nos. 3-4. 1977) y se encuentra publicado en el número 53 de nuestra edición impresa. Los nombres de los entrevistadores aparecen por sus iniciales respecti­vas: A.B. y G.S. La selección de los materiales y el armado del texto son responsabilidad del traductor, el poeta puertorriqueño Orlando José Hernández. La fotografía en la imagen de cabecera pertenece a Nagy Gallery, New York.

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