Edda Armas

Intimismo culturalista

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Néstor Mendoza

La reciente reedición ilustrada de Roto todo silencio, primer libro de Edda Armas, ha posibilitado un mordisco a la cola de la serpiente. Rememoramos aquel año 1975. La jovencísima Edda frisaba los 20. Su padre tutelaba sin presiones el incipiente camino de la poeta. Lo que pudo ser una fugaz aspiración juvenil, se convirtió en el primero de muchos y consecutivos pasos en sus marchas por la poesía venezolana.

Roto todo silencio está constituido por un irregular número casi redondo: 49 poemas breves —entre dos y cuatro versos, en pocos casos cinco o seis— con pretensiones aforísticas y un predominio de imágenes que indagan con frescura lo sensorial y ontológico, especialmente las experiencias de la visión y el tacto, la ausencia y algunas despedidas anticipadas. Son los frutos primerizos de una adolescente, «pensamientos» germinados detrás de cuadernos colegiales. Edda Armas crecía en una Caracas habituada al articulado engranaje cultural iniciado a finales de los sesenta, cuando la aspereza social y política ya no se vivía en las calles estremecidas sino que se leía en recortes de prensa como registro de historia reciente. No era un pasado idílico pero sí un escenario para las confrontaciones creativas, para las gestiones en el área de la promoción y producción editorial. Eran los proactivos años de Monte Ávila Editores y de Fundarte, que se materializaban en la divulgación de nuestros autores más allá de las líneas limítrofes nacionales, así como en la llegada de escritores foráneos a sus respectivos catálogos, por obra y gracia de traductores locales. También son los años del I Taller de Creación Poética de la Fundación CELARG (Edda gana, mediante concurso, la posibilidad de asistir a ese taller, y se encontrará sucesivamente con tres grandes ductores durante un año: Ludovico Silva, Gonzalo Rojas y Guillermo Sucre). Tríada interesante en su vida: sus inicios en la carrera de Psicología en la Universidad Central de Venezuela, hecho que, sumado a la publicación de Roto todo silencio y el taller antes citado, configurarán los tres pilares que sostienen casi todo lo que vendría después en su versátil trayectoria.

Estas líneas pretenden visualizar la obra de Edda Armas en los complejos y difícilmente consensuados listados de nuestra tradición poética, listados en el que se enumera y jerarquiza y en el que cada poeta encuentra su ubicación —arriba o debajo de alguien más, según algunos casos ventilados en público, como si de peldaños se tratase; poetas que son dedos de una privilegiada mano, mano que, según se dice, usa mejores y más finos guantes—. Por eso intento verla desde algunos rasgos temáticos y expresivos que he ido notando acentuadamente en sus últimas publicaciones, en las cuales gana terreno el interés basado en niveles más activos de «culturalismo».

No sé si alguna vez hubo un tiempo virginal de la poesía (acaso los griegos lo tuvieron y no los poetas latinos, nuestros primeros «contemporáneos», según Octavio Paz), en el que los temas pudieran haberse tratado por primera vez, bebidos en manantiales recién descubiertos, en bocas no besadas, en frutos rojizos nunca probados, en la prehistoria de narraciones épicas sustentadas en la oralidad. Visto desde este ángulo, hay que decirlo, nada es novedoso, solo versiones de otras versiones, repeticiones heredadas. Y si caemos en niveles demagógicos, generalizadores, toda escritura es culturalista, deudora de otras tradiciones y de otras épocas. La cultura como toda acción humana, desde la fricción de dos piedras para generar la primera llama abrasadora, bisontes silueteados en las gargantas de una cueva, hasta las maniobras tántricas para la estimulación y conexiones carnales o las sofisticadas invenciones para acabar con la vida del otro: el dispositivo rotatorio de los revólveres. En otros y quizás más especializados términos, y sin pisar totalmente las baldosas antropológicas y sociológicas, se tratarían de actividades, manifestaciones intelectuales y maneras de concebir el mundo: representaciones de realidades sociales y modelos codificados por el hombre.

Venimos del culturalismo y hacia el culturalismo vamos. Desde el elogio al paisaje americano y las exhortaciones heroicas, sociológicas e idiosincráticas de Andrés Bello, principalmente en sus doctas silvas, hasta José Antonio Ramos Sucre, nuestro primer gran poeta culturalista del siglo XX, caso extremado y paradigmático. Se puede decir que estas señales vienen de la cuna fundacional y permanecen con vigor en las literas actuales de la poesía venezolana (para muestra, dos casos concretos y casi contemporáneos: Yolanda Pantin, mediante una aguda y culta pesquisa genealógica de los cauces familiares tan visibles en País y matizado en Bellas ficciones; y Alejandro Oliveros, quien echa mano de recreaciones y versiones muy personalizadas de la mitología greco-latina y de los tributos a la poesía anglosajona, teniendo a Magna Grecia y Fragmentos en el ápice de esta corriente). No pretendo atribuirme el «descubrimiento» de que el agua hierve a cien grados centígrados. Antes que nada, quisiera aclarar un punto determinante: en casi todos los poetas hay niveles más o menos evidentes de culturalismo, es decir, indicios de lecturas y relecturas que posibilitaron tal o cuál poema, explicitados en referencias culturales más o menos directas, citas desarrolladas en el cuerpo del texto (generando «intertextos»), cierto tipo de lenguaje glosado —escolios— y un empeño de contestar a las influencias que ejercen un saludable y no siempre nocivo peso en la escritura (hecho bastante claro en las Contestaciones de Rafael Cadenas, por citar un caso reciente), cosa que evidentemente va más allá de hacer literatura sobre la literatura, ejercicio metaliterario y antropofágico. Lo que pretendo decir lo explica claramente el catedrático español Guillermo Díaz-Plaja, pues se trataría de un fenómeno literario asentado en la lírica castellana en el cual «la poesía lírica puede ser trascendida por una vivencia cultural».

La vertiente culturalista atrajo mi interés hace algunos años, en la experiencia directa de Nueve novísimos poetas españoles (1970), la muy conocida y controvertida antología de José María Castellet. Este tema luego lo transferí a casos particulares de nuestra poesía venezolana, especialmente la poesía de Edda Armas. Digamos que fueron como «difusos hilos de luz» que despejaron y aclararon el terreno para sostener un filamento de su obra. Me interesa el tratamiento que Edda hace de lo lírico a la luz de lo intelectual: cómo una experiencia tan cotidiana, tan suya, de íntimo rito femenino (como arropar sus piernas y su pubis, que podemos leer en su poema «Momento intimista al cuadrado»), pasa por el tamiz del intelecto —como dar a conocer sus apreciaciones y aficiones musicales al citar a María Bethania, Pink Floyd, Yordano, Brahms o Caetano Veloso en ese mismo poema—. Conviene decir que ambos elementos pasan por el mismo embudo de lo confesional; ese pudor develado y esos gustos musicales que se nombran, sin solaparse o superponerse. Edda se deja ver en sus universos cotidianos, en ese ir y venir de la habitación a la ducha, con música y bata de baño, desde luego, mientras reproduce mentalmente los fotogramas de alguna lectura anterior. También conviene decir que este caso no es aislado: lo vemos en su libro Rojo circular (1991), incluso antes, de otra manera; y también, como ya dije, en textos muy actuales —en Sin negativos ni estaciones, de 2012, que aprecio notablemente por su delicada textura sonora— y en poemas inéditos, como aquel que se titula «Afrutados» y que parte de un epígrafe de Pere Gimferrer (uno de los novísimos de Castellet), ubicable en una pequeña selección de la revista española Sibila, con fecha de enero de 2017. Conviene decir que el tipo de notaciones culturalistas ensayadas por Edda no se adhieren a las cualidades más explícitas de este ejercicio estético, y pongamos por caso el ejemplo del español Antonio Colinas, quien asume esta práctica con todos sus atributos, formalidades y temas, legado bastante manifiesto en los poetas del 27 y en varios representantes de la generación que surge a mediados de los 70, renacida en el ocaso del franquismo (el nacimiento de una nueva sensibilidad acorde con los nuevos tiempos de libertad sin censura, según algunos críticos de ese periodo). Considerando una categorización ofrecida por Guillermo Carnero, representante y teórico del tema, Edda Armas estaría ofreciendo un «culturalismo de baja intensidad, que agrega a un discurso de intimismo directo un componente de referencias culturales en las que enriquece su significado».

Por el solo hecho de citar, de hacer explícita una influencia, no se llega al poema culturalista. Eso sería muy sencillo, simple, flácido. Es necesario un proceso en el que se asimila el esfuerzo y en el que existe un impulso casi espontáneo de querer mostrar que se ha leído a un autor, escuchado tal música o que se ha visitado un determinado lugar (su importancia arquitectónica influye pero de una determinada manera, hermosamente, como en su poema «Araya»). Aquí caben deleites gastronómicos, ciudades o costumbres. Efectivamente, hay algo de gustos sibaritas y diletantes. Sin menoscabo o reproche de ningún tipo, también hay un reflejo evidente de una capa socio-cultural específica. Una cosa clara se deshilacha de todo esto: un minucioso poema donde se cite al Grupo Niche, Patricia Teherán, Paty Cantú, La Máquina, The Noise, la Sonora Ponceña, Dua Lipa, el Niño de Peñaflor, Kany García, María Carrasco, Natti Natacha y Ozuna también puede ser auténticamente culturalista. Tanto el menú mostrado en restaurantes de notoriedad exclusiva, como en aquellos listados de mercados populares; tanto en platos de compleja cocción como en visitas a las «calles del hambre». Por tanto, aquí no cabe o no debería caber inclinaciones maniqueas. Esto trasciende el mero tema y se instala en la médula creativa del poema, en sus andamios, arcadas y columnas. Y por qué no, en sus movimientos intestinales. Es una falacia creer que se acude al recurso culturalista cuando ya se ha secado o agotado la cantera de la emoción; es una falacia sospechar que, a partir de cierto tiempo, ya no hay brotes vivos que sean utilizables, esos momentos en los cuales no parece haber experiencias o imaginación o «inspiración», únicamente una pila de libros y párrafos subrayados, los últimos manotazos antes de descender al fondo de la piscina.

Nada se excluye. No estamos ante la presencia de un implante, una prótesis o una pieza ortopédica. Lo que vemos es un fluir sanguíneo, una cosa dada, no forzada ni obligada. Es decir: no sentimos todo eso como algo accesorio y prescindible. Hace falta que esté allí, precisamente. En este escenario entra Edda Armas. Entra en él con los Beatles, con Octavio Paz; desde Salamanca o la capilla de Nuestra Señora de Coromoto en una colina de San Rafael de Mucuchíes; desde una fotografía de su hermano Ricardo, desde Armando Reverón; de la mano de epígrafes y dedicatorias; desde recreaciones de un ambiente hogareño e intimista. Estos recuerdos estéticos van a ir configurando el tejido de sus poemas. Me parece oportuno citar otra frase de Díaz-Plaja: las emociones culturales. Estas encierran lo que busca Edda Armas, lo que pretende reflejar en sus poemas. Dice el autor catalán: «el recuerdo de una obra de arte puede actuar como elemento desencadenante del lírico, que los trasfunde a su emoción poética». Estos elementos son, además de semblantes estéticos, una oportuna vía para trazar circunstancias y evocaciones culturales tanto en la vida y obra de la poeta, como en una hipotética lectura de su contexto personal y social (sin afanes de didactismo o de «culturalización de la lírica»).

En Edda veo que el tema culturalista está al servicio de la emoción; quizás en algunos casos se den la mano en equitativa presencia, pero hasta allí. No siento en ella, es decir, en sus poemas, la irrefrenable necesitad de citar o de nombrar. Hay un pulso emotivo que antecede al nombre propio (una canción, una comida concreta, un «vaso de jugo de naranja recién exprimida, pan casero al fogón, y queso de bola de cabra»; o una ciudad nombrada). Este tipo de poesía tiene diversas ramas que hay que atender de manera individual. Tiene hojas de diversa textura y coloración. Edda Armas cree en la belleza y en las experiencias recreadas en un «arte sobre arte», en una vida sobre la vida misma («Si deprisa andas, no ves los huecos/pierdes la sensibilidad del tacto/y la partitura sigue siendo mal leída»). Encuentra factible el hecho de nombrar las cosas por su nombre para sentirlas. Por eso dice «Crema C de Ponds» sin complejos. Los gustos y necesidades se anuncian y son parte viva del poema. ¿Poesía libresca? Pudiera ser, pero no en sobredosis o con jeringas excesivas. Es un apoyo, digamos, para caminar, y no la sustitución de las piernas por muletas que no se necesitan. Se observa un intimismo culturalista de elaboración intelectual y vivencial, nunca se trata de bastones con bien labradas empuñaduras. Lo «libresco» recreado, vivificado, sudado y amado; en fin, vivido, como ocurre en «Los lobos podrán aullar», de En bicicleta (2003), libro de más pleno y ponderado culturalismo de toda su obra. Allí aparece el autoexamen del cuerpo, metáfora sensual y sexual, objeto de un análisis metódico por parte de la propia voz poética:

«Detalla mis lunas. No, no me refiero a mis lunares, hablo de las lunas interiores.
Eclipsadas, prominentes, intersensuales. Cosmogonías de la intimidad. En las
propiedades de la gema radica el secreto. La energía que contiene. Indaga, el color del
mineral que la retiene. Habitas el bienestar del escondite».

En «Ojo de pez», otro gran poema del mismo libro, y presumiblemente influenciado por el oficio de su padre y el de su hermano Ricardo Armas, el arte fotográfico y su lenguaje técnico hacen posible el vínculo entre la imagen que capta y el jugueteo amoroso («Dentro de una hora esta luminosidad será agredida./Partitura de movimientos interrumpidos./Cámara baja. Revelas. Existe un negativo»). No obstante, es el poema «Madrugada sin dormir» en donde vemos, con singular belleza, la presencia de una mujer lectora, meticulosa, que observa y que es consciente de que es observada. Esa misma figura que delimita muy bien su espacio en un vagón del metro, en un perímetro casi fílmico: un metro foráneo, a lo mejor neoyorquino y en ningún caso caraqueño (la parsimonia de la voz lo confirma); es ella, a fin de cuentas, quien decide, quien indaga:

«Me enturbio ajándome la falda por esa mirada incesante y continua desde el vagón de
metro detenido y la próxima estación cerrándonos el paso. Ese, el que desconocemos,
luz encendida, distancia herida, puerta automática. Había contado las veces de alcanzar
el tren sin tener que correr. Quizás este libro te atraiga desde su inicio o te montes en
el vagón del medio, tal vez ocurra. Casi todo tiene un ritmo, una acera, su espaciomenor.
¿Por qué has caminado hoy, así, con tanta lluvia, y sombras contigo? Detengo la
lectura. El perro fue fiel. Ladra la aparición de la luna creciente sobre nuestras cabezas.
¿Cuántas cuadras caminaste con los malabares en las manos? El perro fue fiel. Ladra la
medianía de la sombra con su cuerpo. ¿Quieres café negro con miel? Mencioné lo
distante que estamos de la próxima estación y la respiración nos atrapa en la
madrugada sin dormirnos».

Es notable la indiscriminación entre las vivencias intelectuales y afectivas (se alternan, se yuxtaponen o se confunden). La literatura, la música y el arte como temas susceptibles de ser poetizados echando mano del relato confesional: «A la tercera noche te conté que mis horas anteriores estuvieron precedidas de lecturas febriles, La insoportable levedad del ser y un poco antes Fragmentos de un discurso amoroso, lo que obviamente me habría sobreexitado». Es como si confiara en la excitación del intelecto por vía de temas y relecturas, no solo desde la explotación exclusiva de las emociones. Se trata, asimismo, y como lo define Rodolfo Häsler en su prólogo a Corona mar (2011), de «pistas del lectura» que ella va dejando en no pocos poemas de su obra total. Esta poesía se consolida en lo pensado, en lo meditado, en las maneras del pensamiento, un pensamiento que corrobora las intimidades culturales de una poeta y su paciencia reflexiva: «¿Por qué pienso durante el trance amoroso?». Esta vertiente explotada por Edda Armas va a contrapelo de una mayoritaria opinión que a veces se avergüenza de exponer los engranajes y de ventilar lo que se está leyendo o escuchando. La información que se nos suministra calza en la descripción personal, intimista; nada parece sobrar, incluso algunas referencias o inventarios:

«Si te hubiera podido expresar que no sabía qué me hacía permanecer. Que ninguna
pregunta en la pasión tiene respuesta. Desconfío de las palabras. Responden a la
ocasión, a cualquier amo. Se vuelven látigo. Acertijos. Brújula entregada por Denys
Fish-Hatton a la Baronesa de Blixen y finalmente, en la ausencia de ambos, en manos
de Farah. La huella se borra apenas el alcatraz levanta el vuelo con el buche repleto,
recordándonos la soledad encarnada en el personaje de Diane Keaton, en la casa de la
playa. En Red, rojos. Pernocto en las despedidas. La luna llena aparece por ciclos de
veintiocho días, realiza la coronación a los catorce días. Los cangrejos rojos desovan
los huevos al mar antes del amanecer. Me siento Justine».

Decir más o decir menos va ligado a una decisión que se instala en un proyecto de creación. Uno lee la poesía de Edda Armas y, para qué negarlo, se sienten contadas rugosidades. No es una tela planchada o aplanada. Hay zonas o sectores con dobleces, con cierto desgaire, que reflejan un estado anímico afligido, quizás sumido en momentáneos episodios de apatía y desánimo. Por eso notamos grandes picos y versos de verdadero esplendor (esa pieza maestra llamada «La poda»), en compañía de líneas menos turgentes, producidas algunas veces por el oído y sus juegos de sonido gratuito («…la avispa enerva el nervio»). Otro aspecto curioso en Edda, no sé si dentro del tópico que intento exponer acá, es la voluntad y ese afán de no dar antologías cronológicas y selectivas, sino nuevos libros con poemas ya publicados y un puñado de inéditos. Aquí ubicamos a Dagas y otras flores (2007), que bajo el engañoso subtítulo de Antología personal acudimos a un «reagrupamiento», a poemas reclasificados, incluso reescritos o retocados. La reubicación permite otra lectura, como cosa inédita, que cambia la manera de leerla y que ofrece nuevas posibilidades de recepción.

Me parece oportuno destacar que estas anotaciones culturales están ligadas al sentimiento más personal de la autora. Forman parte de su día a día; recorren el gran balcón de su hogar rodeado de alturas y montañas y los paseos caprichosos de Tula, su negra gata mimada, así como las reproducciones musicales de Natalia Lafourcade o Joan Manuel Serrat y las pinturas de su otro hermano, el artista Enrico Armas. La acompañan cuando ejerce labores de gestora y promotora, como editora y lectora de jóvenes poetas. Todo esto forma parte del gran poliedro de su trayectoria. La define, por así decirlo, con determinados elementos para una posible autobiografía literaria y como testimonio de vida y «registros de intimidad».

San Diego, enero de 2018

 

 

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Néstor Mendoza. Mariara, Venezuela, 1985. Poeta, ensayista y promotor cultural. Licenciado en Educación, mención Lengua y Literatura por la Universidad de Carabobo. Realizó estudios de posgrado en Literatura Latinoamericana. Ha publicado los libros Andamios (2012) y Pasajero (2015). En el 2011, recibió el IV Premio Nacional Universitario de Literatura «Alfredo Armas Alfonzo». Sus poemas han sido incluidos en varias antologías de poesía venezolana. Forma parte del comité de redacción de la revista Poesía y del comité organizador de la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (FILUC). Integra el equipo de colaboradores de la revista Latin American Literature Today (LALT), editada por la Universidad de Oklahoma.

La imagen que ilustra este post es una intervención realizada por el equipo de Poesía a una fotografía de Guillermo Suárez.

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